Tuesday, February 06, 2007

Crónica de una muerte anunciada

8:20 de la mañana. Llego veinte minutos tarde, como siempre. Me niego a compensar con mi propio tiempo de sueño el que me roba el metro cada día durante la media de dos o tres parones mañaneros que suelo sufrir en la línea seis. En cualquier caso, comer en veinte o treinta minutos y renunciar al desayuno ya se ha convertido en costumbre.

Mi compañero Paco está enfermo, así que estaré sola hasta las once de la mañana, cuando vendrá la Oligofrénica para sustituirle en su horario. Normalmente no notamos especialmente si ella está en la oficina o no lo está; las ocho horas que pasamos aquí tendrán exactamente el mismo volumen de trabajo, mientras que ella tiene el extraño poder de escapar de todas las tareas problemáticas con su beatífica sonrisa de retrasada mental. Me prometieron echarla hace meses, pero dado que la consultora cobra por días efectivos de trabajo y no por su calidad o volumen, no se atreven a dejar el puesto vacante aunque sea por un par de semanas: es la política tan española de "mejor escurramos el bulto".

El responsable del servicio aquí no se atreve a quejarse a la consultora para la que trabajo por miedo a que traigan a alguien aún peor que la Oligofrénica (y si esta persona a la que respeto profesional y personalmente lo teme debe ser que ha sufrido situaciones aún peores, me temo).

El servidor con el que trabajamos habitualmente, donde se van guardando todos los datos de las gestiones que realizamos cada día en el servicio, no funciona desde ayer. Alguien tuvo la brillante idea de trasladar el ordenador donde se aloja a una zona que no tiene red.

La secretaria del departamento parlotea acerca de Operación Triunfo y chorradas varias con una compañera. Llevan así unos cuarenta minutos, tan felices de la vida.

A nadie le importa el trabajo que hace. Tan sólo esperan pasar el día metiéndose en el menor número de líos posible y cobrar su nómina íntegra a final de mes. Al principio me respetaban por la calidad de mi trabajo; después pasaron a considerar mi empeño por hacer bien las cosas como ridículo.

¡Ah! La nómina. No llego a mileurista. No cobro horas extras, ni plus de idiomas pese a ser la única persona del equipo que atiende incidencias internacionales. No hay cheque de comidas, pero tampoco un vulgar frigorífico para que podamos traernos el tupper sin miedo a la salmonela. Pedí copia de mi nómina hace un mes y aún no me ha llegado a casa; en Recursos Humanos jamás atienden directamente. Tan sólo a través de una dirección de correo electrónico que recibe nuestras plegarias pero jamás contesta, así que tal vez Recursos Humanos sea Dios.

Mi jefe me dice que quiere hablar conmigo porque me nota desmotivada. No, soy yo la que quiere hablar con él: espero el momento con impaciencia. Mi dimisión es inminente.

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